Prosopis spp.
Utilizando un término que forma parte de su herencia rarámuri (tarahumara), el profesor universitario Enrique Salmón explica la importancia del iwígara en la introducción a Iwígara, the Kinship of Plants and People: American Indian Ethnobotanical Traditions and Science: «En una cosmovisión basada en el iwígara, los humanos no son más importantes para el mundo natural que cualquier otra forma de vida. Esta noción influye en cómo llevo mi propia vida y guía muchas de mis decisiones. Saber que estoy relacionado con todo lo que me rodea y que comparto la respiración con todos los seres vivos me ayuda a centrarme en mi responsabilidad de honrar todas las formas de vida. Considero cuidadosamente todas las cosas vivas y no vivas cuando tomo decisiones o sopeso las acciones que podría emprender. En resumen, me veo como uno de los muchos cuidadores de la tierra y del mundo natural. Comparto el aliento con él, así que me esfuerzo por atenderlo con rituales, pensamientos y ceremonias apropiados». Evidentemente, ésta es una definición más completa y profunda de lo que podría entenderse (y quizá malinterpretarse) por la palabra más común «sagrado», tal y como se utiliza libremente e incluso se abusa de ella irreflexivamente en una amplia gama de contextos culturales. Al tratar de decidir qué plantas iba a incluir en su antología de vidas vegetales, Salmón dice: «Antes de escribir este libro, consulté con practicantes de plantas autóctonas, con mi red etnobotánica profesional y con amigos íntimos. Pedí a estos poseedores de conocimientos y guardianes de la sabiduría que me ayudaran a compilar una lista de las plantas más relevantes desde el punto de vista cultural para los pueblos nativos de Norteamérica.»
Hay 80 entradas de plantas en Iwígara, un compendio basado en un sentido colectivo de respeto por plantas específicas, así como en un conocimiento ancestral que es práctico en el sentido de que contribuye al bienestar y la supervivencia de los humanos. Se incluye, por supuesto, el «ser venerado» Peyote (Lophophora williamsii), que Salmón presenta en el contexto ceremonial personalizado de la Native American Church: «Al peyote y a la NAC se les ha atribuido el mérito de haber salvado la vida de miles de indios americanos que necesitaban un camino que les ayudara a conseguir una relación adecuada consigo mismos, con su comunidad y con el mundo de los espíritus». Pero Salmón también reconoce al mezquite (Prosopis spp.) en su rigurosa selección por ser una importante fuente de alimento, combustible y medicina (véanse Beresford-Jones, Henciya et al., Rojas-Armas et al, y Salmón), así como una especie clave para los ecosistemas desérticos que debe ser administrada cuidadosamente por los humanos para que, como dice Salmón, «los pequeños bosques de mezquite fomenten a su vez que la flora y la fauna autóctonas permanezcan en la zona [y] se recupere la diversidad natural.» La sobreexplotación en el caso de ambas especies ha tenido graves consecuencias: la inclusión en la Lista de Especies en Peligro de Texas en cuanto al peyote actualmente, y el colapso de toda la antigua civilización Nasca en la costa de Perú cuando se talaron los bosques de Prosopis y la tierra quedó vulnerable tanto a las inundaciones como a la desertización.
Microcosmos: Un homenaje a las plantas sagradas de las Américas pretende expresar un profundo agradecimiento y rendir tributo a ciertas plantas, así como a sus guardianes, que han sido fieles a los pactos espirituales que han mantenido con el mundo natural y a las historias de plantas que han escuchado y conservado. Algunas de las especies mencionadas en nuestro Índice de plantas, aunque no todas, entran en la categoría de lo que Schultes y Hofmann denominan «Plantas de los dioses», debido a sus propiedades psicoactivas. Sin embargo, la Prosopis, conocida popularmente como mezquite, algarrobo y huarango (entre otros muchos nombres) modifica la definición de lo que a menudo se considera sagrado de un modo quizá inesperado: su madera es digna de los dioses. ¿O sería más apropiado decir que Pachacamac, una de las deidades prehispánicas más importantes, encontró la forma de revelarse en un vehículo vegetal supremo capaz de conquistar el tiempo, mediante un retrato exquisitamente tallado, venerado por oleadas de peregrinos de generación en generación que ha perdurado bellamente intacto hasta nuestros días durante más de un milenio?
El Ídolo de Pachacamac, una columna de madera de más de ocho pies de altura y cinco pulgadas de diámetro, es ahora una de las principales atracciones turísticas del Museo de Sitio Pachacamac, situado al sur de Lima, Perú. Un equipo de investigadores dirigido por Marcela Sepúlveda realizó recientemente pruebas científicas que confirman que la madera es con toda probabilidad de Prosopis pallida (sinónimo de P. limensis) datada por carbono 14 entre los años 760 y 876 de nuestra era, lo que sitúa el artefacto en el apogeo del Imperio Wari en la costa peruana. Los científicos también descubrieron que el ídolo estaba pintado con al menos tres colores, incluido un rojo derivado del cinabrio, un mineral de mercurio traído desde muy lejos y reservado para adornar sólo lo más apreciado, sin duda como medio para resaltar el poder espiritual, así como económico y político, del dios. Siglos antes de que el Imperio Inca alcanzara su apogeo, el ídolo de Pachacamac era el centro de un importante lugar de peregrinación y un oráculo consultado incluso por el emperador. Con el paso del tiempo, el Ídolo de Pachacamac demostró una notable capacidad para adaptarse sincréticamente a la evolución de los sistemas simbólicos religiosos. En un artículo publicado en la revista Archeology Magazine, Marley Brown cita al arqueólogo William Isbell, de la Universidad de Binghamton, quien afirma: «Creo que la fecha de radiocarbono demuestra claramente que, tanto si el ídolo representa la imagen principal de Pachacamac como si no, estuvo allí durante mucho, mucho tiempo y participó en un tremendo número de cambios que debieron de producirse en la costa central a lo largo de esos siglos, abarcando desde el Imperio Wari, pasando por el periodo Ychsma, luego en el Imperio Inca, y a través de éste hasta el comienzo del periodo colonial español.»
La identidad aparentemente proteica de Pachacamac lo vincula al sol y también a la tierra en un poderoso centro de adivinación en los niveles más altos de diferentes imperios sucesivos. El novelista y poeta peruano Pedro Favaron, autor de estudios imprescindibles sobre la espiritualidad de las culturas amerindias, medita sobre Pachacamac en La senda del corazón tras haber sobrevivido él mismo a un terremoto devastador el 15 de agosto de 2007 mientras viajaba por el valle de Samaca, en las estribaciones del río Ica. Favaron escribe: “En el Manuscrito de Huarochirí, texto fundamental para acercarnos al pensamiento indígena de los Andes, se asegura que el waka Pachakamaq permanece sentado en profunda meditación. Un solo movimiento de su cabeza causa temblores; y se dice que si llegara a levantarse, la tierra entera podría tener fin. Pachakamaq es el dueño de los temblores; se entiende, entonces, que los temblores son causados por un ser vivo y consciente con el cual el ser humano puede entrar en relación y pedirle misericordia. Para el pensamiento indígena, las fuerzas de la naturaleza no son ciegas ni sordas, sino que responden a las oraciones y al respeto de los seres humanos.”
¿Cómo sobrevivió el ídolo de Pachacamac a la ira de los conquistadores? Según cuenta la historia, Hernando Pizarro visitó su lugar sagrado en 1533 con la intención de entrar en el santuario y romper el ídolo delante de la casta sacerdotal encargada del oráculo. En última instancia, ¿era más prioritario para los españoles satisfacer su ansia de oro mientras registraban cada confín secreto del templo que destruir el propio ídolo de Pachacamac? ¿Acaso el furioso, impuro y sacrílego invasor extranjero simplemente arrojó al dios de madera pintada de su pedestal en la oscura cámara desprovista de oro? ¿Era el dios inimaginablemente duro en forma orgánica imposible de romper en pedazos con facilidad? Estas preguntas siguen sin respuesta. Aún así, sorprendentemente, el ídolo que se exhibe actualmente en el Museo de Sitio cerca de Lima fue redescubierto en el Atrio Norte del Templo Pintado en 1938 por Albert Giesecke, que excavó la escultura de entre los escombros donde estaba oculta. Ahora, mientras los visitantes se agolpan alrededor del ídolo de Pachacamac detrás del vidrio de un museo del Perú, un temblor de tierra en Trujillo, España, remueve los polvorientos restos de Hernando Pizarro en su tumba.
Además, los postes de Prosopis, cuidadosamente colocados en los cementerios como mobiliario mortuorio tallado con rasgos humanos, forman parte de las comunidades de parentesco tradicionales del ayllu andino y están vinculados al culto a los antepasados, como afirma David Beresford-Jones en su estudio esencial The Lost Woodlands of Ancient Nasca: A Case-Study in Ecological and Cultural Collapse (basado en su tesis doctoral en la Universidad de Cambridge). Además, como indica Beresford-Jones, el impresionante geoglifo de Nasca comúnmente conocido simplemente como «El Árbol» es de hecho una representación del huarango (Prosopis pallida). Sus líneas definitorias, dice, como las de todas las variadas figuras Nasca, se interpretan mejor como caminos rituales, parte de una geografía sagrada modelada por humanos preocupados por «la fertilidad y los ritos del agua». Para Beresford-Jones es evidente que el valor de esta especie va más allá de su importancia como alimento, refugio y medicina. Afirma sin ambages medioambientales que «el Prosopis es mucho más que un recurso valioso para los humanos: es crucial para la integración del ecosistema desértico del que forma parte. Ningún otro árbol del desierto ejerce una influencia tan penetrante sobre la vegetación vecina, los suelos, el microclima bajo las copas de los árboles, la fauna y las poblaciones de insectos.» El huarango, como especie clave que ancla todo el ecosistema del desierto, es un emblema especialmente poderoso de abundancia, y podría considerarse el equivalente en la sociedad Nasca de un árbol bíblico de la vida en el sentido más literal.

Los estudios de Beresford-Jones constituyen la base de una trágica historia con moraleja. El investigador aporta abundantes pruebas de que el colapso de la cultura Nasca se debe a la acción humana, a la mala gestión de un recurso primario que garantizaba la supervivencia, a saber, la deforestación de los bosques de Prosopis. Como Beresford-Jones lo expresa en los términos más sencillos: sólo los humanos talan árboles. El periodo Nasca tardío, por tanto, se caracterizó por bosques talados y suelos pobres sujetos a la erosión del viento y el agua, daños en los sistemas de riego y una degradación general de un ecosistema que se volvió cada vez más árido. Las pruebas arqueológicas demuestran que, simultáneamente, los centros de población indígena y los lugares ceremoniales fueron abandonados y también que las refinadas tradiciones cerámicas se volvieron cada vez más toscas.
La devastación continúa en el presente, con los árboles de huarango que quedan cayendo para convertirse en carbón de mezquite que se utiliza en las barbacoas de los restaurantes de comida rápida y de carretera. Y esto nos devuelve al punto de partida con la definición de iwígara de Enrique Salmón, una poderosa idea amerindia, que se manifiesta bajo muchos nombres diferentes, que debe necesariamente mitigar el comportamiento humano destructivo y orientar nuestras acciones colectivas futuras para que en el mundo contemporáneo también podamos aprender de los catastróficos errores cometidos por los geniales creadores de las líneas de Nasca.
Kathryn Huber y la documentalista peruana Delia Ackerman nos han proporcionado el siguiente cortometraje de gran atractivo estético sobre el huarango.
Y algunas noticias esperanzadoras sobre los esfuerzos actuales para reforestar el desierto costero peruano con plantones de Prosopis en un intento de paliar los daños causados por la eliminación del 99% de la vegetación original pueden encontrarse aquí.
Por los especímenes de Prosopis que pudimos utilizar Prosopis pallida que pudimos utilizar para crear las imágenes confocales incluidas en el Índice de plantas, queremos expresar nuestra profunda gratitud al experto en agrosilvicultura y detective botánico Neil Logan, que está terminando un libro de próxima aparición sobre la fascinante historia del Kiawe/Prosopis en Hawai’i.
Resumen histórico del árbol Kiawe en Hawaii
(Basado en el libro de próxima publicación The Tree)
Por Neil Logan
El género Neltuma (antes Prosopis), comúnmente conocido como mezquite o algarroba, es un árbol leguminoso que produce frutos nutritivos y prospera en tierras áridas. Su área de distribución se extiende desde el gran suroeste de Norteamérica, hacia el sur a través de México y Centroamérica, por los valles andinos, cubriendo la costa montañosa de Sudamérica hasta el sur de Chile, extendiéndose ocasionalmente hasta las llanuras orientales. Este corredor ecológico de 2,5 millones de años de antigüedad fue plantado y mantenido por las formas de vida de la megafauna. Las abundantes calorías, el refugio y la biodiversidad de flora y fauna que proporcionan los bosques de Mesquite sustentaron la migración transcontinental de los humanos durante decenas de miles de años. Un mezquite en particular, el huarango peruano (Neltuma limensis), sustentó el ascenso de los pueblos que atravesaron las copas de los árboles mientras se alzaban sobre las pirámides de piedra que erigieron. Venerado por la población local durante milenios, la madera de Huarango fue tallada a semejanza de un poderoso oráculo, Pachacamac, considerado una de las deidades más significativas de los pueblos prehispánicos de la región.
A partir del siglo XVI, el Huarango se vio envuelto en una ola de codicia humana que intentó transformarlo en un instrumento de colonización. Los conquistadores buscaban oro y plata en los Andes. Los jesuitas católicos exigían vino para las ceremonias religiosas. Los bosques de Huarango fueron talados para plantar viñedos, proporcionando madera para emparrar las vides. Sus troncos se utilizaban para prensar las uvas y su madera para encender el proceso de destilación para hacer aguardiente. Se talaron bosques enteros como combustible para fundir metales preciosos y convertirlos en lingotes transportables, así como para desmantelar y subyugar las culturas y prácticas religiosas íntimamente ligadas al Huarango y a su vibrante ecosistema forestal. Los jesuitas y otros colonizadores de Sudamérica consideraron este árbol un recurso muy valioso y vieron su potencial para las tierras recién colonizadas, como las islas Sándwich.
A finales del siglo XVIII, los extranjeros visitaban cada vez más las islas hawaianas. Los balleneros que utilizaban Hawai como parada para repostar necesitaban grandes cantidades de carne salada y leña. Los barcos cargaban los troncos de madera de sándalo recién descubiertos (por los ingleses) para transportarlos a Cantón, China, donde podían ser intercambiados por productos locales muy deseados en la costa de Nueva Inglaterra. En esta época se introdujo por primera vez el ganado en Hawai. La combinación de la tala de sándalo, la extracción de leña y el ganado formó un triple asalto que deforestó y devastó el ecosistema hawaiano.
Alrededor de 1827, John Reeves convenció al rey Carlos X de Francia para que suministrara barcos, equipos, especialistas en agricultura y sacerdotes para iniciar una misión agrícola católica francesa en Hawai con el objetivo de producir pan y vino para Francia. Partiendo de Burdeos (Francia), el grupo cruzó el Océano Atlántico y rodeó el Cabo de Hornos, haciendo escala en Chile y Perú, antes de llegar a Oahu. El padre Alexis Bachelot era el sacerdote a cargo. Él y otros miembros del grupo inspeccionaron lo que quedaba de las antiguas haciendas vinícolas de los jesuitas en la costa cercana a Lima (Perú). La misión católica en Hawai duró poco. Sin embargo, antes de partir, Bachelot fue documentado por haber plantado un árbol delante de la iglesia a partir de semillas proporcionadas por el Jardín Real de París de árboles Huarango peruanos. Se rumorea que ese árbol fue el primer mezquite de Hawai.
Con la ayuda del vaquero hawaiano, el kiawe (como los hawaianos llamaban al mezquite/huarango) se extendió por las costas secas de las islas principales para proporcionar leña y alimento al ganado. Contrariamente a la creencia popular, el kiawe no desplazó a las especies arbóreas autóctonas como una mala hierba invasora foránea. Más bien, como especie pionera, llenó el vacío ecológico dejado por décadas anteriores de deforestación. Mientras que la industria ganadera se ha reducido en los últimos 60 años, la industria turística ha florecido. La población de los bosques de Kiawe en Hawai alcanzó su punto máximo hacia 1960 y ha ido disminuyendo a un ritmo de casi el 2% cada año.
Muchos árboles forman parte de la cultura hawaiana. Algunos árboles en particular destacan como icónicos y encarnan la esencia de la identidad cultural hawaiana, a saber, la Koa (Acacia koa), la Ohia (Metrosideros polymorpha) y el Ulu (Artocarpus altilis). La Ohia es el árbol más común y ampliamente distribuido por las islas. Es un árbol biogénico: una especie pionera y acumuladora cuya biomasa proporciona las materias primas que constituyen la base del suelo que alimenta la selva tropical hawaiana. Sus flores se asocian a la diosa Pele. El Koa es una leguminosa fijadora de nitrógeno que surge y sucede al Ohia en las zonas más elevadas. Su madera dura se utiliza para tallar canoas y artefactos religiosos. El koa crea las condiciones fértiles que necesita el sándalo ‘iliahi (Santalum paniculatum), en peligro de extinción. El ulu (también conocido como fruta del pan) es un pariente de la higuera, que se encuentra principalmente por debajo de los 2.000 pies de altitud y produce grandes frutos ricos en almidón que constituyen un alimento básico en toda la Polinesia.
En la América del Sur árida, el Huarango/Kiawe es una especie pionera biogénica: genera ecosistemas fecundos gracias a su raíz pivotante profunda, a su raíz Rhizobium fijadora de nitrógeno, y a que el dosel y las hojas actúan como un peine de niebla para recoger la humedad atmosférica y depositarla en el suelo, y así construir el suelo mediante la acumulación de hojas, flores y frutos que se desprenden con regularidad. Los bosques de Huarango/Kiawe albergan una gran biodiversidad de flora y fauna. El fruto proporciona almidón y proteínas que constituyen la base nutricional de todo el ecosistema y sustentaron el surgimiento de las primeras civilizaciones de Sudamérica. Para los pueblos de la costa del Pacífico de Sudamérica, el Huarango/Kiawe es su Ohia, Koa y Ulu, todo en uno. Dado que se utilizaba como alimento básico para hacer una especie de «pan», podría considerarse el fruto del pan del árido Perú.
La situación actual del kiawe en Hawai es algo así: imaginemos que alguien hubiera traído el fruto del pan a Perú hace 230 años, y éste hubiera prosperado por toda la costa peruana. Allí nadie se molestó en aprender sobre el fruto del pan y todos los dones que proporciona, sino que empezaron a arrancarlo y quemarlo, o a tirarlo a la basura. ¿Cómo se sentirían los hawaianos si eso le ocurriera a su árbol sagrado en una tierra extranjera? Esto es lo que ha estado ocurriendo con el Kiawe en Hawai durante los últimos 60 años.
Ambas culturas (la hawaiana en su conjunto y la peruano-costera, el pueblo y sus respectivas plantas) sufrieron el impacto negativo de la misma conciencia de colonización. En lugar de ver el kiawe en el contexto hawaiano únicamente como un símbolo de la colonización y de lo que se perdió (una visión que podría decirse que es una extensión interiorizada de la propia colonización), puede verse también como un emblema de solidaridad entre personas afectadas de forma similar: un tótem que recuerda el asalto a la lengua, la cultura, la identidad y el lugar, que ha destruido a personas y ecosistemas en todo el mundo. Ahora el mundo corre el riesgo de perder a este antiguo aliado tanto en Hawai como en Perú. Uniendo fuerzas con este árbol milenario, es posible aprovechar sus propiedades biogénicas vivificantes tanto en Hawai (como alimento y como ayuda a la reforestación) como en Perú (revirtiendo la desertificación y reforzando la identidad cultural tradicional). A escala mundial, el árbol (y sus parientes) tiene un potencial increíble para contribuir significativamente a la seguridad alimentaria mundial y detener la desertificación de las tierras áridas.